Cuento sobre violencia, memoria y arraigo
Maximiliano agarra el sombrero Maximiliano Díaz echa un vistazo al reloj que cuelga de la pared, mustia como el aire de la sala. Son las 12:21 p.m. y le parece que las manecillas no se han movido en todo el día. Recorre el largo pasillo, iluminado por los calados estrellados, incrustados en los muros agrietados de esa casa añeja. Entra a la cocina para despedirse de Isabel y, de un tazón blanco sobre el mesón, toma una de las ciruelas más anaranjadas y jugosas. De inmediato se la mete a la boca.
—Ya casi está el almuerzo. ¿Por qué no me esperas, y voy contigo cuando baje el sol? —le dice Isabel, mientras extiende la palma de la mano para recibir la pepa tibia de la fruta que su marido acaba de devorar.
—Después no llego a tiempo. Ciro me pidió que estuviera allá a la 1:30. No quiero hacerlo esperar. Más bien, cuando regrese, te cuento cómo me fue —decide, y la besa en los labios. Percibe el aroma a rosas de la colonia que ella usa cada mañana después de bañarse, aun cuando, desde el mortero al lado de la estufa, se desprende el olor de los ajos recién machacados.
sabanero que lo espera sobre la mesita —que hace unos años fue dorada—, donde brillan las heliconias, puntiagudas, dentro de un florero con el agua hasta la mitad. Al tomar el picaporte de la puerta que da a la calle para cerrarla, siente una rugosidad en la palma de la mano. Se fija: está oxidado. Hace una nota mental: al volver, debo pulirlo.
Avanza por calles vacías, consciente de que la inclemencia del sol del mediodía no es la única razón para tanta soledad. Desde lejos le llega el tropel de un camión destartalado que se acerca. Al pasar, ve la parte trasera atiborrada con las pertenencias de otra familia que huye y, en la orilla —con los pies colgando y la mirada perdida en ninguna parte—, a quienes quizás sean los hombres más fuertes de la casa.
Desde que comenzaron las masacres, casi toda la población ha abandonado el pueblo. Muchos, aferrados a lo que construyeron durante toda una vida, se llevan puertas, láminas de eternit, ventanas, lavamanos… todo lo que pueda ser útil para empezar de nuevo. De la prosperidad de otros tiempos solo quedan las paredes: descoloridos e incompletos cascarones entre los que ya crece la maleza.
Prefiero morir que el destierro, se repite Maximiliano cada vez que ayuda a un vecino o amigo con su trasteo. Está convencido de que el exilio es un estado aún más espantoso que la muerte. Teme más vivir lejos de esa tierra que morir en ella.
Había llegado a Becerril con sus padres y sus cinco hermanos cuando tenía doce años. Se dirigían a Tamalameque, pero su madre, exhausta de la vida de gitanos, le dijo a su padre que de allí no se movería. Habían recorrido tanto, y por tantos años, que cada hijo había nacido en una ciudad distinta: Gilberto en Sincelejo, Eduardo en Barranquilla, Maximiliano en Santa Marta, Helena en Riohacha y el más pequeño, Gregorio, en Valledupar.
Entonces, su padre —al ver que ella no cambiaría de opinión— no tuvo más remedio que alquilar una casa lo suficientemente grande para los siete y para los negocios familiares: una destilería, la mecánica y la resortería.
Hasta ese momento, Maximiliano sentía que no pertenecía a ningún lugar. Pero ese pueblo —escogido por el cansancio de su madre— se convirtió, desde ese día, en su hogar.
El fogaje del asfalto se le cuela por las suelas de las botas, a pesar del grosor, y lo sacude del ensueño con su ardor insistente. Todavía le faltan unos cinco kilómetros de camino, pero está decidido a cumplirle la cita a su amigo. No le importa la sensación de que pronto se le calcinarán los cabellos bajo el sombrero. Más que caminar, sueña: en la yuca que cosechará; en las vacas que —contando mal— le darán veinte litros de leche diarios. Muchas veces ha imaginado la casa-finca donde viviría con Isabel, y que Carmen disfrutaría cada diciembre, al volver de vacaciones.
En la memoria de Maximiliano flota ese recuerdo que desciende fantasmal cuando menos lo espera: la primera matanza. Fue a medianoche. El primer golpe seco contra la puerta del vecino Mario “el Chato” Parra los despertó; luego vinieron los porrazos que la derribaron por completo. Maximiliano e Isabel, en silencio y a gatas, se deslizaron hasta el cuarto de Carmen, ubicado entre la habitación principal y el cuarto de visitas que colindaba con el patio. Ese era su escondite cuando otros se tomaban el pueblo.
Hombres con acento montañero, el rostro descubierto y fusiles al hombro, arrastraron al Chato hasta la terraza y allí lo ejecutaron, sordos a la súplica de su mujer y al llanto de los más pequeños. La escena se repitió en muchas casas. La familia Díaz escuchó los gritos de horror, los disparos —algunos más distantes— y les llegó el olor a pólvora que se metió por debajo de las puertas.
Va en dirección a la cordillera. Atraviesa las recientes invasiones levantadas por los desplazados que llegan de distintos puntos del departamento; él sabe que están ahí, pero hace de cuenta que no existen. Metros después, un monte denso de arbustos y guácimos. Más adelante, el paisaje se transforma y son las palmas de corozo las que se yerguen altivas por toda la sabana.
Para llegar hasta la parcela de Ciro Martínez, debe bordear un arrozal que es una trampa de lodo, pues la tierra está saturada con el agua que los agricultores retienen para el cultivo. Maximiliano lo rodea con cuidado, procurando no caer. Se detiene por unos segundos y contempla la serranía del Perijá, con sus lomos verdes y azulados, como una manada de lobos dormidos. Al volver la mirada al camino, se le revelan esas culebritas briosas que pasean por doquier como si fueran dueñas del mundo, siendo tan inofensivas.
Al otro lado, en un rancho de tablas, techo de zinc y piso de cemento rústico agrietado por las raíces de los almendros, vive Rosa Guerra. Es una mujer madura, prieta por el sol, con pocas canas a pesar de sus tribulaciones. Plácida, en el taburete recostado a la pared, toma el café de después del almuerzo.
—Ve, ¿y tú qué haceí por aquí a esta hora, muchacho?
—Señora Rosa, gusto en verla. Voy pa’ onde Ciro. Me quiere vender la parcela —contesta, sofocado por el recorrido, abanicándose con su sombrero y secándose con la manga de la camisa el sudor que le rueda por la cara.
—Sí, eso supe por ahí. Ahora to’os están vendiendo, a ve’ si se pueden ir con lo poco que les den, o dejar que todo se pierda en el monte.
—¿Supo lo de Manrique?
—Sí, supe. Quién sabe quién será el próximo. Eso fue alguno que quería su tierra. Segurito que lo malinformaron. ¡Dios nos libre, mijo! Tan buena gente Manrique.
—No lo dude, señora Rosa, pero yo no me voy pa’ ningún la’o. En cambio, Ciro me dijo que le dieron un plazo pa’ que abandone el pueblo, o si no, lo matan.
—¿Y por qué quedaron de verse a esta hora, Maximiliano? Con tanto calor que hace…
—Me imagino que a esta hora es que le sirve.
—Ahí debe estar, porque vi que pasó temprano y no lo he visto regresar. Ojalá lleguen a un arreglo. Sería bueno tenerte de vecino.
Desde allí, el camino es benévolo. Está cubierto por la sombra preciosa de las ceibas y de los cañaguates, que con su amarillo intenso colorean de oro enero. Se huelen las guayabas que el día anterior habían sido flores, se ven las ramas dobladas de los mangos recién paridos y, a lo lejos, se oye el motor de algún tractor que ara la tierra. Maximiliano cruza un caño de aguas cristalinas, saltando entre piedras que sobresalen, puestas adrede por los campesinos de la zona. Esa es su parte preferida del sendero. Había hecho el recorrido unas cuantas veces, pero siempre de paseo. Ahora desea que aquellas aguas hagan parte de su cotidianidad muy pronto y por mucho tiempo.
Al fin, llega donde Ciro. Encuentra el broche de alambre de púas que funge de portón, desparramado en el suelo. Le extraña que Bocanegra y Nerón no le salten encima para saludarlo, y que ninguna de las decenas de gallinas de su amigo esté picoteando por el patio.
—¡Ciro, Ciro! —grita, como si pretendiera acallar al mundo entero.
Nadie contesta.
Rodea la casa despacio. Dirige la mirada hacia la cocina improvisada, donde el fogón de leña está consumido, la olla volteada y su contenido esparcido sobre los carbones humeantes. Vuelve a gritar el nombre de su amigo al verlo tendido boca arriba en el patio, al lado de los naranjos. Corre hacia él, se arrodilla, le toca la cara: está mojada. Su piel aún está tibia, a pesar de la sangre que se funde con las tramas de la camisa a cuadros que lleva puesta.
—¡Ciro, Ciro! —exclama al lado del cuerpo inmóvil, sacudiéndolo, rogándole que abra los ojos.
Tiembla de espanto. Se lleva las manos a la cabeza. Llora como los hombres que no saben llorar, porque nunca lo ha hecho.
En ese momento, entiende: Ciro sabía que vendrían a matarlo, y quería que él lo encontrara antes de que los gallinazos se alimentaran de su cuerpo.

Un crujido le advierte la presencia de un hombre que le apunta desde el platanal. Maximiliano siente calor en el estómago, pero no dolor. Escapa por el mismo camino que lo ha traído hasta allí. Corre tan rápido que parece levitar sobre las piedras del caño. El aire apesta, y las ceibas son monstruos que intentan agarrarlo de los pies y devorarlo de un solo bocado. Maximiliano ve enero en blanco y negro. El arrozal aparece de repente, sin darle tiempo de bordearlo, y las culebritas, entonces, son víboras de cabezas enormes que lo amenazan con sus colmillos atestados de veneno. Atraviesa las casuchas de los desplazados casi sin darse cuenta, y se descubre frente a su casa. Entra, dejando tras de sí el rastro de su agonía y una mancha de sangre en el picaporte de la puerta.
Maximiliano Díaz echa un vistazo al reloj que cuelga de la pared, mustia como todo lo que queda. Son las 12:21 p.m., y le parece que las manecillas no se han movido en todo el día.
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